La política dejó de ser ya de quienes la entienden como un negocio personal. No se puede hablar de democracia cuando las decisiones se toman entre cúpulas, cuando las candidaturas se reparten como favores y cuando el fuero se malentiende y se vuelve escudo para esconder corrupción, no una herramienta para defender causas.
Por eso, la reforma político-electoral que impulsa la presidenta Claudia Sheinbaum no es un simple cambio técnico. Es un acto de justicia histórica. Es una sacudida al sistema. Es una declaración clara de que la política debe volver a tener un solo propósito: servir al pueblo.
Durante años, personajes como Alito Moreno y Marko Cortés —que no representan a nadie, salvo a sus intereses personales— han convertido los partidos en fortalezas de impunidad. Se sirven de la política, del fuero, de las prerrogativas. Nunca han defendido una causa, sólo han defendido sus cargos. Y cuando se sienten amenazados por una reforma que les quita privilegios, gritan “dictadura” como si todavía engañaran a alguien.
Pero ya no. Hoy el pueblo está despierto. Y lo decimos con claridad: el fuero no es para proteger ladrones de cuello blanco, es para proteger a quienes defienden al pueblo. Esa distinción es clave. Y por eso necesitamos una reforma profunda, que desmonte los privilegios, que limpie las instituciones y que devuelva la representación a quienes han sido silenciados históricamente.
La presidenta Sheinbaum lo ha dicho con claridad: queremos una política con ética, con principios, con rendición de cuentas. Queremos acabar con el reparto de plurinominales como pago de favores. Queremos que las minorías reales estén representadas, no los grupos de presión que sólo buscan cuotas. Queremos que los partidos vuelvan a ser herramientas de transformación, no escudos de impunidad.
Desde el Legislativo, y como mujer que ha vivido de cerca la política real —la que se hace en el territorio, con la gente—, tengo claro que esta reforma también busca reivindicar la dignidad del trabajo político. Porque no todo está podrido, porque también habemos miles de personas en este país que sí hacen política por vocación, que sí se rompen el alma en las calles, que sí creen en la democracia como ejercicio colectivo.
Y también tengo claro que quienes más se oponen a esta reforma son los que más perderían con ella: ya no podrían repartirse las listas y las candidaturas conocidas como “pluris” , ya no podrían esconderse tras el fuero, ya no podrían fingir que representan a alguien. Por eso se resisten. Porque saben que su tiempo se acabó.
Hoy lo que nos toca es empujar esta reforma con fuerza, con argumentos y con la convicción de que la política sí puede y debe transformarse. No podemos permitir que siga siendo territorio de los impresentables. La política le pertenece al pueblo, no a los Alitos ni a los Markos.
Sin duda tendrá que ser una construcción colectiva, una reforma dialogada y cabildeada con todos los sectores, tendrá que siempre salvaguardar la progresividad de los derechos adquiridos en nuestra democracia, se tendrá que modificar, le tendremos que quitar y poner desde todas las trincheras pues no la doy por hecho a ojos cerrados ya que la suma de opiniones seguro la fortalecerá y en la izquierda vaya que hay opiniones diversas sin embargo estoy convencida de que es urgente modificar las reglas, que la ciudadanía exige un cambio profundo y que de ahí nace esta reforma propuesta por nuestra presidenta.
Aquí no hay duda. Estamos del lado del pueblo, y vamos por todo. Porque sin pueblo no hay transformación.