Este domingo fuimos testigos de un hecho histórico para la vida democrática de nuestro país: se celebró por primera vez una elección popular para ministras, magistrados y jueces. Un momento inédito, sin precedentes, que marca el inicio de una transformación profunda del sistema de justicia en México.
Por décadas, el Poder Judicial fue intocable. Ajeno, lejano, muchas veces cómplice del poder económico, de los intereses privados y del viejo régimen. Un espacio cerrado que no respondía a la ciudadanía, sino a los pactos de élite. Hoy, esa estructura comienza a resquebrajarse, porque el pueblo —ese al que tanto temen los de arriba— ha comenzado a decidir quién imparte justicia en su nombre.
Es absurdo, y francamente ofensivo, que algunos sectores de la oposición hayan calificado este proceso como una “farsa”. No es ninguna farsa que por primera vez las y los ciudadanos hayamos podido votar por quienes habrán de ocupar uno de los poderes más importantes del Estado. Lo que en realidad les incomoda es que ya no tienen el control absoluto de esos espacios, que ya no se negocian en lo oscurito las designaciones, que el pueblo tenga voz en donde antes solo reinaba el privilegio.
Llamar a no votar, como lo hicieron algunos partidos, no es una posición política: es una muestra de su desprecio por la democracia. Es una prueba más de que no les interesa fortalecer las instituciones, sino conservar sus privilegios. No quieren un Poder Judicial independiente, quieren uno sometido a sus intereses.
¿Y ahora qué sigue? Por supuesto, mejorar los mecanismos. Nadie dice que el proceso fue perfecto. Hace falta fortalecer la información, mejorar los filtros de evaluación y garantizar que quienes lleguen estén preparados y comprometidos con la justicia y el pueblo. Pero que no se confundan: eso no es excusa para negar el fondo del cambio. Este fue un paso necesario, valiente, y profundamente democrático.
El voto popular jamás será un error. Al contrario: es la herramienta más poderosa para construir instituciones verdaderamente representativas. ¿Por qué podemos votar por quien preside el país, por quienes hacen las leyes, por quienes gobiernan nuestros estados y municipios… pero no por quienes deciden la vida, la libertad y el patrimonio de las personas desde el Poder Judicial? La resistencia a esto solo demuestra quiénes quieren seguir controlando todo desde la élite.
Esta elección judicial marca el inicio de una nueva etapa: la de la justicia con rostro de pueblo. La de la justicia que ya no responde a pactos de impunidad, sino al mandato de la ciudadanía. Y por eso hay que defenderla. Lo que pasó este domingo no fue un simple trámite: fue el primer acto de una democracia más profunda, más participativa, más legítima.
Sabemos que no basta con votar. Que la transformación del Poder Judicial no termina en las urnas. Habrá que vigilar, exigir, proponer, fortalecer. Pero por primera vez en nuestra historia, ese poder que parecía tan lejano empieza a rendir cuentas al pueblo. Y eso es un triunfo de la democracia.
Lo que sigue es consolidar este modelo. Asegurar que quienes fueron electos respondan al pueblo. Que trabajen con honestidad, con transparencia, con sensibilidad. Que nunca más un juez le dé la espalda a una víctima. Que nunca más un magistrado use la ley para proteger a un corrupto. Que la justicia deje de ser un privilegio y se convierta, por fin, en un derecho para todas y todos.
Desde el Congreso, desde las trincheras del territorio, desde el trabajo legislativo, seguiremos impulsando este cambio. Porque una justicia cercana al pueblo no es una utopía: es una necesidad urgente. Y porque la democracia no solo se defiende en el discurso, sino en la práctica, en las decisiones cotidianas, en las urnas, en el acompañamiento y en la vigilancia.
Este domingo México dio un paso que parecía impensable hace apenas unos años. Un paso que incomodó a quienes se creían dueños del país. Pero que llenó de esperanza a quienes, por generaciones, han esperado justicia.
¿Y ahora qué sigue? Seguir caminando. Seguir organizándonos. Seguir construyendo una democracia que no deje a nadie atrás. Porque el pueblo no solo tiene el derecho a elegir: tiene el deber de transformar. Y eso es exactamente lo que estamos haciendo.